Las 10 persecuciones 9 y 10

La novena persecución bajo Aureliano, 274 d.C.
Los principales que padecieron en esta fueron: Félix, obispo de Roma. Este prelado accedió a la sede de Roma en el 274. Fue el primer mártir de la petulancia de Aureliano, siendo decapitado en el veintidós de diciembre aquel mismo año.
Agapito, un joven caballero, que había vendido sus posesiones y dado el dinero a los pobres, fue arrestado como cristiano, torturado, y luego decapitado en Praeneste, una ciudad a un día de viaje de Roma.
Estos son los únicos mártires que fueron registrados durante este reinado, que pronto vio su fin, al ser el emperador asesinado en Bizancio por sus propios criados.
Aureliano fue sucedido por Tácito, que fue seguido por Probo, y éste por Caro; al ser muerto este emperador por un rayo, sus hijos Camio y Numeriano le sucedieron, y durante todos estos reinados la iglesia tuvo paz.
Diocleciano accedió al trono imperial en el 284 d.C. Al principio mostró gran favor a los cristianos. En el año 286 asoció consigo en el imperio a Maximiano. Algunos cristianos fueron muertos antes que se desatara ninguna persecución general. Entre estos se encontraban Feliciano y Primo, que eran hermanos.
Marco y Marceliano eran mellizos, naturales de Roma, y de noble linaje. Sus padres eran paganos, pero los tutores, a los que había sido encomendada la educación de los hijos, los criaron como cristianos. Su constancia aplacó finalmente a los que deseaban que se convirtieran en paganos, y sus padres y toda la familia se convirtieron a una fe que antes reprobaban. Fueron martirizados siendo atados a estacas, con los pies traspasados por clavos. Después de permanecer en esta situación un día y una noche, sus sufrimientos fueron terminados con unas lanzas que traspasaron sus cuerpos.
Zoe, la mujer del carcelero, que había tenido el cuidado de los mártires acabados de mencionar, fue también convertida por ellos, y fue colgada de un árbol, con un fuego de paja encendido debajo de ella. Cuando su cuerpo fue bajado, fue echado a un río, con una gran piedra atada al mismo, a fin de que se hundiera.
En el año 286 de Cristo tuvo lugar un hecho de lo más notable. Una legión de soldados, que consistía de seis mil seiscientos sesenta y seis hombres, estaba totalmente constituida por cristianos. Esta legión era llamada la Legión Tebana, porque los hombres habían sido reclutados en Tebas; estuvieron acuartelados en oriente hasta que el emperador Maximiano ordenó que se dirigieran a las Galias, para que le ayudaran contra los rebeldes de Borgofia. Pasaron los Alpes, entrando en las Galias, a las órdenes de Mauricio, Cándido y Exupernio, sus dignos comandantes, y al final se reunieron con el emperador. Maximiano, para este tiempo, ordenó un sacrificio general, al que debía asistir todo el ejército; también ordenó que se debiera tomar juramento de lealtad y al mismo tiempo que se debía jurar ayudar a la extirpación del cristianismo en las Galias. Alarmados ante estas órdenes, cada uno de los componentes de la Legión Tebana rehusó de manera absoluta sacrificar o tomar los juramentos prescritos. Esto enfureció de tal manera a Maximiano que ordenó que toda la legión fuera diezmada, esto es, que se seleccionara a uno * de cada diez hombres, y matarlo a espada. Habiéndose ejecutado esta sanguinaria orden, el resto permanecieron inflexible, teniendo lugar una segunda decimación, y uno de cada diez hombres de los que quedaban vivos fue muerto a espada. Este segundo castigo no tuvo más efectos que el primero; los soldados se mantuvieron firmes en su decisión y en sus principios, pero por consejo de sus oficiales hicieron una protesta de fidelidad a su emperador. Se podría pensar que esto iba a ablandar al emperador, pero tuvo el efecto contrario, porque, encolerizado ante la perseverancia y unanimidad que demostraban, ordenó que toda la legión fuera muerta, lo que fue efectivamente ejecutado por las otras tropas, que los despedazaron con sus espadas, el 22 de septiembre del 286.
Alban, de quien recibió su nombre St. Alban's, en Henfordshire, fue el primer mártir británico. Gran Bretaña había recibido el Evangelio de Cristo mediante Lucio, el primer rey cristiano, pero no sufrió de la ira de la persecución hasta muchos años después. Alban era originalmente pagano, pero convertido por un clérigo cristiano, llamado Anfíbalo, a quien dio hospitalidad a causa de su religión. Los enemigos de Anfíbalo, enterándose del lugar dónde estaba escondido, llegaron a casa de Alban, a fin de facilitar su huida, se presentó como la persona a la que buscaban. Al descubrirse el engaño, el gobernador ordenó que le azotaran, y luego fue sentenciado a ser decapitado, el 22 de junio del 287 d.C.
Nos asegura el venerable Beda que, en esta ocasión, el verdugo se convirtió súbitamente al cristianismo, y pidió permiso para morir por Alban, o con él. Obteniendo su segunda petición, fueron ambos decapitados por un soldado, que asumió voluntariamente el papel de verdugo. Esto sucedió en el veintidós de junio del 287 en Verulam, ahora St Alban's, en Henfordshire, donde se levantó una magnífica iglesia en su memoria para el tiempo de Constantino el Grande. El edificio, destruido en las guerras sajonas, fue reconstruido por Offa, rey de Mercia, y junto a él se levantó un monasterio, siendo aún visibles algunas de sus ruinas; la iglesia es un noble edificio gótico.
Fe, una mujer cristiana de Aquitanía, Francia, fue asada sobre una parrilla, y luego decapitada, en el 287 d.C.
Quintín era un cristiano natural de Roma, pero decidió emprender la propagación del Evangelio en las Galias, con un tal Luciano, y predicaron juntos en Amiens; después de ello Luciano fue a Beaumaris, donde fue martirizado. Quintín permaneció en la Picardía, y mostró gran celo en su ministerio. Arrestado como cristiano, fue estirado con poleas hasta que se dislocaron sus miembros; su cuerpo fue desgarrado con azotes de alambres, y derramaron aceite y brea hirviendo sobre su carne desnuda; se le aplicaron antorchas encendidas a sus lados y sobacos; después de haber sido torturado de esta manera, fue enviado de vuelta a la mazmorra, muriendo allí el 31 de octubre del 287 por las atrocidades que le habían infligido. Su cuerpo fue lanzado al Somme.
La décima persecución, bajo Diocleciano, 303 d.C.
Bajo los emperadores romanos, y comúnmente llamada la Era de los Mártires, fue ocasionada en parte por el número en aumento de los cristianos y por sus crecientes riquezas, y por el odio de Galerio, el hijo adoptivo de Diocleciano, que, estimulado por su madre, una fanática pagana, nunca dejó de empujar al emperador para que iniciara esta persecución hasta que logró su propósito.
El día fatal fijado para el comenzamiento de la sangrienta obra era el veintitrés de febrero del 303 d.C., el día en que se celebraba la Terminalia, y en el que, como se jactaban los crueles paganos, esperaban terminar con el cristianismo. En el día señalado comenzó la persecución en Nicomedia, en la mañana del cual el prefecto de la ciudad acudió, con un gran número de oficiales y alguaciles, a la iglesia de los cristianos, donde, forzando las puertas, tomaron todos los libros sagrados y los lanzaron a las llamas.
Toda esta acción tuvo lugar en presencia de Diocleciano y Galerio, los cuales, no satisfechos con quemar los libros, hicieron derruir la iglesia sin dejar ni rastro. Esto fue seguido por un severo edicto, ordenando la destrucción de todas las otras iglesias y libros de los cristianos; pronto siguió una orden, para proscribir a los cristianos de todas las denominaciones.
La publicación de este edicto ocasionó un martirio inmediato, porque un atrevido cristiano no sólo lo arrancó del lugar en el que estaba puesto, sino que execró el nombre del emperador por esta injusticia. Una provocación así fue suficiente para atraer sobre sí la venganza pagana; fue entonces arrestado, severamente torturado, y finalmente quemado vivo.
Todos los cristianos fueron prendidos y encarcelados; Galerio ordenó en privado que el palacio imperial fuera incendiado, para que los cristianos fueran acusados de incendiarios, dándose una plausible razón para llevar a cabo la persecución con la mayor de las severidades. Comenzó un sacrificio general, lo que ocasionó vahos martirios. No se hacía distinción de edad ni de sexo; el nombre de cristiano era tan odioso para los paganos que todos inmediatamente cayeron víctimas de sus opiniones. Muchas casas fueron incendiadas, y familias cristianas enteras perecieron en las llamas; a otros les ataron piedras en el cuello, y atados juntos fueron llevados al mar. La persecución se hizo general en todas las provincias romanas, pero principalmente en el este. Por cuanto duró diez años, es imposible determinar el número de mártires, ni enumerar las varias formas de martirio.
Potros, azotes, espadas, dagas, cruces, veneno y hambre se emplearon en los diversos lugares para dar muerte a los cristianos; y se agotó la imaginación en el esfuerzo de inventar torturas contra gentes que no habían cometido crimen alguno, sino que pensaban de manera distinta de los seguidores de la superstición.
Una ciudad de Frigia, totalmente poblada por cristianos, fue quemada, y todos los moradores perecieron en las llamas.
Cansados de la degollina, finalmente, varios gobernadores de provincias presentaron ante la corte imperial lo inapropiado de tal conducta. Por ello a muchos se les eximió de ser ejecutados, pero, aunque no eran muertos, se hacía todo por hacerles la vida miserable; a muchos se les cortaban las orejas, las narices, se les sacaba el ojo derecho, se inutilizaban sus miembros mediante terribles dislocaciones, y se les quemaba la carne en lugares visibles con hierros candentes.
Es necesario ahora señalar de manera particular a las personas más destacadas que dieron su vida en martirio en esta sangrienta persecución.
Sebastián, un célebre mártir, había nacido en Narbona, en las Galias, y después llego a ser oficial de la guardia del emperador en Roma. Permaneció un verdadero cristiano en medio de la idolatría. Sin dejarse seducir por los esplendores de la corte, sin mancharse por los malos ejemplos, e incontaminado por esperanzas de ascenso. Rehusando caer en el paganismo, el emperador lo hizo llevar a un campo cercano a la ciudad, llamado Campo de Marte, y que allí le dieran muerte con flechas; ejecutada la sentencia, algunos piadosos cristianos acudieron al lugar de la ejecución, para dar sepultura a su cuerpo, y se dieron entonces cuenta de que había señales de vida en su cuerpo; lo llevaron de inmediato a lugar seguro, y en poco tiempo se recuperó, preparándose para un segundo martirio; porque tan pronto como pudo salir se puso intencionadamente en el camino del emperador cuando éste subía hacia el templo, y lo reprendió por sus muchas crueldades e irrazonables prejuicios contra el cristianismo. Diocleciano, cuando pudo recobrarse de su asombro, ordenó que Sebastián fuera arrestado y llevado a un lugar cercano a palacio, y allí golpeado hasta morir; y para que los cristianos no lograran ni recuperar ni sepultar su cuerpo, ordenó que fuera echado a la alcantarilla. Sin embargo, una dama cristiana llamada Lucina encontró la manera de sacarlo de allí, y de sepultarlo en las catacumbas, o nichos de los muertos.
Para este tiempo, los cristianos, después de una seria consideración, pensaron que era ¡legítimo portar annas a las órdenes de un emperador pagano. Maximiliano, el hijo de Fabio Víctor, fue el primero decapitado bajo esta norma.
Vito, siciliano de una familia de alto rango, fue educado como cristiano; al aumentar sus virtudes con el paso de los años, su constancia le apoyó a través de todas las aflicciones, y su fe fue superior a los más grandes peligros. Su padre Hylas, que era pagano, al descubrir que su hijo había sido instruido en los principios del cristianismo por la nodriza que lo había criado, empleó todos sus esfuerzos por volverlo al paganismo, y al final sacrificó su hijo a los ídolos, el 14 de junio del 303 d.C.
Víctor era un cristiano de buena familia en Marsella, en Francia; pasaba gran parte de la noche visitando a los afligidos y confirmando a los débiles; esta piadosa obra no la podía llevar a cabo durante el día de manera consonante con su propia seguridad; gastó su fortuna en aliviar las angustias de los cristianos pobres. Finalmente, empero, fue arrestado por edicto del emperador Maximiano, que le ordenó ser atado y arrastrado por las calles. Durante el cumplimiento de esta orden fue tratado con todo tipo de crueldades e indignidades por el enfurecido populacho. Siguiendo inflexible, su valor fue considerado como obstinación. Se ordenó que fuera puesto al potro, y él volvió sus ojos al cielo, orando a Dios que le diera paciencia, tras lo cual sufrió las torturas con la más admirable entereza. Cansados los verdugos de atormentarle, fue llevado a una mazmorra. En este encierro convirtió a sus carceleros, llamados Alejandro, Feliciano y Longino. Enterándose el emperador de esto, ordenó que fueran ejecutados de inmediato, y los carceleros fueron por ello decapitados. Víctor fue de nuevo puesto al potro, golpeado con varas sin misericordia, y de nuevo echado en la cárcel. Al ser interrogado por tercera vez acerca de su religión, perseveró en sus principios; trajeron entonces un pequeño altar, y le ordenaron que de inmediato ofreciera incienso sobre él. Enardecido de indignación ante tal petición, se adelantó valientemente, y con una patada derribó el altar y el ídolo. Esto enfureció de tal manera a Maximiano, que estaba presente, que ordenó que el pie que había golpeado el altar fuera de inmediato amputado; luego Víctor fue echado a un molino, y destrozado por las muelas, en el 303 d.C.
Estando en Tarso Máximo, gobernador de Cilicia, hicieron comparecer ante él a tres cristianos; sus nombres eran Taraco, un anciano, Probo y Andrónico. Después de repetidas torturas y exhortaciones para que se retractaran, fueron finalmente llevados a su ejecución.
Llevados al anfiteatro, les soltaron varias fieras; pero ninguno de los animales, aunque hambriento, los queda tocar. Entonces el guardador sacó un gran oso, que aquel mismo día había destruido a tres hombres; pero tanto este voraz animal como una feroz leona rehusaron tocar a los presos. Al ver imposible su designio de destruirlos por medio de las fieras, Máximo ordenó su muerte por la espada, el 11 de octubre del 303 d.C.
Romano, natural de Palestina, era diácono de la iglesia de Cesarea en la época del comienzo de la persecución de Diocleciano. Condenado por su fe en Antioquía, fue flagelado, puesto en el potro, su cuerpo fue desgarrado con garfios, su carne cortada con cuchillos, su rostro marcado, le hicieron saltar los dientes a golpes, y le arrancaron el cabello desde las raíces. Poco después ordenaron que fuera estrangulado. Era el 17 de noviembre del 303 d.C.
Susana, sobrina de Cayo, obispo de Roma, fue apremiada por el emperador Diocleciano para que se casara con un noble pagano, que era un pariente próximo del emperador. Rehusando el honor que se le proponía, fue decapitada por orden del emperador.
Doroteo, el gran chambelán de la casa de Diocleciano, era cristiano, y se esforzó mucho en ganar convertidos. En sus labores religiosas fue ayudado por Gorgonio, otro cristiano, que pertenecía al palacio. Fueron primero torturados y luego estrangulados.
Pedro, un eunuco que pertenecía al emperador, era un cristiano de una singular modestia y humildad. Fue puesto sobre una parrilla y asado a fuego lento hasta que expiró.
Cipriano, conocido como el mago, para distinguirlo de Cipriano obispo de Cartago, era natural de Antioquia- Recibió una educación académica en su juventud, y se aplicó de manera particular a la astrología; después de ello, viajó para ampliar conocimientos, yendo por Grecia, Egipto, la India, etc. Con el paso del tiempo conoció a Justina, una joven dama de Antioquia, cuyo nacimiento, belleza y cualidades suscitaban la admiración de todos los que la conocían. Un caballero pagano pidió a Cipriano que le ayudara a conseguir el amor de la bella Justina; emprendiendo él esta tarea, pronto fue sin embargo convertido, quemó sus libros de astrología y magia, recibió el bautismo, y se sintió animado por el poderoso espíritu de gracia. La conversión de Cipriano ejerció un gran efecto sobre el caballero pagano que le pagaba sus gestiones con Justina, y pronto él mismo abrazó el cristianismo. Durante las persecuciones de Diocleciano, Cipriano y Justina fueron apresados como cristianos; el primero fue desgarrado con tenazas, y la segunda azotada; después de sufrir otros tormentos, fueron ambos decapitados.
Eulalia, una dama española de familia cristiana, era notable en su juventud por su gentil temperamento, y por su solidez de entendimiento, pocas veces hallado en los caprichos de los años juveniles. Apresada como cristiana, el magistrado intentó de las maneras más suaves ganarla al paganismo, pero ella ridiculizó las deidades paganas con tal aspereza que el juez, enfurecido por su conducta, ordenó que fuera torturada. Así, sus costados fueron desgarrados con garfios, y sus pechos quemados de la manera más espantosa, hasta que expiró debido a la violencia de las llamas; esto ocurrió en diciembre del 303 d.C.
En el año 304, cuando la persecución alcanzó a España, Daciano, gobernador de Tarragona, ordenó que Valerio, el obispo, y Vicente, el diácono, fueran apresados, cargados de cadenas y encarcelados. Al mantenerse firmes los presos en su resolución, Valerio fue desterrado, y Vicente fue puesto al potro, dislocándose sus miembros, desgarrándole la carne con garfios, y siendo puesto sobre la parrilla, no sólo poniendo un fuego debajo de él, sino pinchos encima, que atravesaban su carne. Al no destruirle estos tormentos, ni hacerle cambiar de actitud, fue devuelto a la cárcel, confinado en una pequeña e inmunda mazmorra oscura, sembrada de piedras de sílex aguzadas y de vidrios rotos, donde murió el 22 de enero del 304. Su cuerpo fue echado al río.
La persecución de Diocleciano comenzó a endurecerse de manera particular en el 304 d.C., cuando muchos cristianos fueron torturados de manera cruel y muertos con las muertes más penosas e ignominiosas. De ellos enumeraremos a los más eminentes y destacados.
Saturnino, un sacerdote de Albitina, una ciudad de África, fue, después de su tortura, enviado de nuevo a la cárcel, donde se le dejó morir de hambre. Sus cuatro hijos, tras ser atormentados de varias maneras, compartieron la misma suerte con su padre.
Dativas, un noble senador romano; Telico, un piadoso cristiano; Victoria, una joven dama de una familia de alcurnia y fortuna, con algunos otros de clases sociales más humildes, todos ellos discípulos de Saturnino, fueron torturados de manera similar, y perecieron de la misma manera.
Agrape, Quionia e Irene, tres hermanas, fueron encarceladas en Tesalónica, cuando la persecución de Diocleciano llegó a Grecia. Fueron quemadas, y recibieron en las llamas la corona del martirio el 25 de marzo del 304. El gobernador, al ver que no podía causar impresión alguna sobre Irene, ordenó que fuera expuesta desnuda por las calles, y cuando esta vergonzosa orden fue ejecutada, se encendió un fuego cerca de la muralla de la ciudad, entre cuyas llamas subió su espíritu más allá de la crueldad humana.
Agato, hombre de piadosa mente, y Cassice, Felipa y Eutiquia, fueron martirizados por el mismo tiempo; pero los detalles no nos han sido transmitidos.
Marcelino, obispo de Roma, que sucedió a Cayo en aquella sede, habiéndose opuesto intensamente a que se dieran honras divinas a Diocleciano, sufrió el martirio, mediante una variedad de torturas, en el año 304, consolando su alma, hasta expirar, con la perspectiva de aquellos gloriosos galardones que recibiría por las torturas experimentadas en el cuerpo.
Victorio, Carpoforo, Severo y Sevehano eran hermanos, y los cuatro estaban empleados en cargos de gran confianza y honor en la ciudad de Roma. Habiéndose manifestado contra el culto a los ídolos, fueron arrestados y azotados con la plumbetx, o azotes que en sus extremos llevaban bolas de plomo. Este castigo fue aplicado con tal exceso de crueldad que los piadosos hermanos cayeron mártires bajo su dureza.
Timoteo, diácono de Mauritania, y su mujer Maura, no habían estado unidos por más de tres semanas por el vínculo del matrimonio cuando se vieron separados uno del otro por la persecución. Timoteo, apresado por cristiano, fue llevado ante Arriano, gobernador de Tebas, que sabiendo que guardaba las Sagradas Escrituras, le mandó que se las entregara para quemarlas. A esto respondió: "Si tuviera hijos, antes te los daría para que fueran sacrificados, que separarme de la Palabra de Dios." El gobernador, airado en gran manera ante esta contestación, ordenó que le fueran sacados los ojos con hierros candentes, diciendo: "Al menos los libros no te serán de utilidad, porque no verás para leerlos." Su paciencia ante esta acción fue tan grande que el gobernador se exasperó más y más; por ello, a fin de quebrantar su fortaleza, ordenó que lo colgaran de los pies, con un peso colgado del cuello, y una mordaza en la boca. En este estado, Maura le apremió tiernamente a que se retractara, por causa de ella; pero él, cuando le quitaron la mordaza de la boca, en lugar de acceder a los ruegos de su mujer, la censuró intensamente por su desviado amor, y declaró su resolución de morir por su fe. La consecuencia de esto fue que Maura decidió imitar su valor y fidelidad, y o bien acompañarle, o bien seguirle a la gloria. El gobernador, tras intentar en vano que cambiara de actitud, ordenó que fuera torturada, lo que tuvo lugar con gran severidad. Tras ello, Timoteo y Maura fueron crucificados cerca el uno del otro el 304 d.C.
A Sabino, obispo de Assisi, le fue cortada la mano por orden del gobernador de Toscana, por rehusar sacrificar a Júpiter y por empujar el ídolo de delante de él. Estando en la cárcel, convirtió al gobernador y a su familia, los cuales sufrieron martirio por la fe. Poco después de la ejecución de ellos, el mismo Sabino fue flagelado hasta morir, en diciembre del 304 d.C.
Cansado de la farsa del estado y de los negocios públicos, el emperador Diocleciano abdicó la diadema imperial, y fue sucedido por Constancio y Galerio; el primero era un príncipe de una disposición sumamente gentil y humana, y el segundo igualmente destacable por su crueldad y tiranía. Estos se dividieron el imperio en dos gobiernos iguales, minando Galerio en oliente y Constancio en occidente; y los pueblos bajo ambos gobiernos sintieron los efectos de las disposiciones de los dos emperadores, porque los de occidente eran gobernados de la manera más gentil, mientras que los que residían en oriente sentían todas las miserias de la opresión y de torturas dilatadas.
Entre los muchos martirizados por orden de Galerio, enumeraremos los más eminentes.
Anfiano era un caballero eminente en Lucia, y estudiante de Eusebio; Julita, una mujer licaonia de linaje regio, pero más célebre por sus virtudes que por su sangre noble. Mientras estaba en el potro, dieron muerte a su hijo delante de ella. Julita, de Capadocia, era una dama de distinguida capacidad, gran virtud e insólito valor. Para completar su ejecución, le derramaron brea hirviendo sobre los pies, desgarraron sus costados con garfios, y recibió la culminación de su martirio siendo decapitada el 16 de abril del 305 d.C.
Hermolaos, un cristiano piadoso y venerable, muy anciano, y gran amigo de Pantaleón, sufrió el martirio por la fe en el mismo día y de la misma manera que Pantaleón.
Eustratio, secretario del gobernador de Armina, fue echado en un horno de fuego por exhortar a algunos cristianos que habían sido apresados a que perseveraran en su fe.
Nicander y Marciano, dos destacados oficiales militares romanos, fueron encarcelados por su fe. Como eran ambos hombres de gran valía en su profesión, se emplearon todos los medios imaginables para persuadirles a renunciar al cristianismo; pero, al encontrarse estos medios ineficaces, fueron decapitados.
En el reino de Nápoles tuvieron lugar varios martirios, en particular Januaries, obispo de Beneventum; Sosio, diácono de Misene; Próculo, que también era diácono; Eutico y Acutio, hombres del Pueblo; Festo, diácono, y Desiderio, lector, todos ellos fueron, por ser cristianos, condenados por el gobernador de Campania a ser devorados por las fieras. Pero las salvajes fieras no querían tocarlos, por lo que fueron decapitados.
Quirinio, obispo de Siscia, llevado ante el gobernador Matenio, recibió la orden de sacrificar a las deidades paganas, en conformidad a las órdenes de varios emperadores romanos. El gobernador, al ver su decisión contraria, lo envió a la cárcel, cargado de cadenas, diciéndose que las durezas de una mazmorra, algunos tormentos ocasionales y el peso de las cadenas podrían quebrantar su resolución. Pero decidido en sus principios, fue enviado a Amancio, el principal gobernador de Panonia, hoy día Hungría, que lo cargó de cadenas, y lo arrastró por las principales ciudades del Danubio, exponiéndolo a la mofa popular doquiera que iba. Llegando finalmente a Sabaria, y viendo que Quirino no iba a renunciar a su fe, ordenó arrojarlo al río, con una piedra atada al cuello. Al ejecutarse esta sentencia, Quirino flotó durante cierto tiempo, exhortando al pueblo en los términos más piadosos, y concluyendo sus amonestaciones con esta oración: "No es nada nuevo para ti, oh todopoderoso Jesús, detener los cursos de los ríos, ni hacer que alguien camine sobre el agua, como hiciste con tu siervo Pedro; el pueblo ya ha visto la prueba de tu poder en mí, concédeme ahora que dé mi vida por tu causa, oh mi Dios". Al pronunciar estas últimas palabras se hundió de inmediato, y murió, el 4 de junio del 308 d.C. Su cuerpo fue después rescatado y sepultado por algunos piadosos cristianos.
Pánfilo, natural de Fenicia, de una familia de alcurnia, fue un hombre de tan grande erudición que fue llamado un segundo Orígenes. Fue recibido en el cuerpo del clero en Cesarea, donde estableció una biblioteca pública y dedicó su tiempo a la práctica de toda virtud cristiana. Copió la mayor parte de las obras de Orígenes de su propio puño y letra, y, ayudado por Eusebio, dio una copia correcta del Antiguo Testamento, que había sufrido mucho por la ignorancia o negligencia de los anteriores transcriptores. En el año 307 fue prendido y sufrió tortura y martirio.
Marcelo, obispo de Roma, al ser desterrado por su fe, cayó mártir de las desgracias que sufrió en el exilio, el 16 de enero del 310 d.C.
Pedro, el decimosexto obispo de Alejandría, fue martirizado el 25 de noviembre del 311 d.C. por orden de Máximo César, que minaba en el este.
Inés, una doncella de sólo trece años, fue decapitada por ser cristiana; también lo fue Serena, la esposa emperatriz de Diocleciano. Valentín, su sacerdote, sufrió la misma suelte en Roma; y Erasmo, obispo, fue martirizado en Campania.
Poco después de esto, la persecución aminoró en las zonas centrales del imperio, así como en occidente; y la Providencia comenzó finalmente a manifestar la venganza contra los perseguidores. Maximiano intentó corromper a su hija Fausta para que diera muerte a su marido Constantino; ella lo reveló a su marido, y Constantino le obligó a escoger su propia muerte, con lo que se decidió por la ignominiosa de ser colgado después de haber sido emperador casi veinte años.
Constantino era el buen y virtuoso hijo de un padre bueno y virtuoso, y nació en Gran Bretaña. Su madre se llamaba Elena, hija del Rey Coilo. Era un príncipe de lo más generoso y gentil, teniendo el deseo de cuidar la educación y las bellas artes, y a menudo él mismo leía, escribía y estudiaba. Tuvo un maravilloso éxito y prosperidad en todo lo que emprendió, lo que se supuso que provenía de esto (lo que así fue ciertamente): que era un tan gran favorecedor de la fe cristiana. Fe que cuando abrazó, lo hizo con la más devota y religiosa reverencia.
Así Constantino, suficientemente dotado de fuerzas humanas, pero especialmente dotado por Dios, emprendió camino a Italia durante el último año de la persecución, el 313 d.C. Majencio, al saber la Regada de Constantino, y confiando más en su diabólico arte mágico que en la buena voluntad de sus súbditos, que bien poco merecía, no osó mostrarse fuera de la ciudad ni enfrentarse con él en campo abierto, sino que con guarniciones ocultas se emboscó a la espera por diversos lugares angostos por los que debería pasar, con las que Constantino se batió en diversas escaramuzas, venciéndolas y poniéndolas en fuga por el poder del Señor.
Sin embargo, Constantino no estaba todavía en opaz, sino con grandes ansiedades y temor en su mente (acercándose ahora a Roma) debido a los encantamientos y hechicerías de Majencio, con las que había vencido contra Severo, a quien Galerio había enviado contra él. Por ello, estando en grandes dudas y perplejidad en sí mismo, y dándole vueltas a muchas cosas en su mente, acerca de qué ayuda podría tener contra las operaciones de su magia, Constantino, acercándose en su viaje hacia la ciudad, y levantando muchas veces los ojos al cielo, vio en el sur, cuando el sol se estaba poniendo, un gran resplandor en el cielo, que aparecía en la similitud de una cruz, dando esta inscripción: In hoc vince, esto es: "Vence por medio de esto."
Eusebio Pánfilo da testimonio de que él oyó al mismo Constantino repetir varias veces, y también jurar que era cosa verdadera y cierta, lo que había visto con sus propios ojos en el cielo, y también sus soldados a su alrededor. Al ver aquello quedó grandemente atónito, y, consultando con sus hombres acerca del significado de aquello, entonces se le apareció Cristo durante su sueño, aquella noche, con la señal de la misma cruz que había visto antes, invitándole a que la tomara como signo, y a que la llevara en sus guerras delante de él, y que así tendría la victoria.
Constantino estableció de tal manera la paz de la Iglesia que por el espacio de mil años no leemos de ninguna persecución contra los cristianos, hasta el tiempo de Juan Wickliffe.
¡Tan feliz, tan gloriosa, fue la victoria de Constantino, de sobrenombre el Grande! Por el gozo y la alegría de la cual, los ciudadanos que habían antes enviado a buscarlo lo llevaron en gran triunfo en la ciudad de Roma, donde fue recibido con grandes honores, y celebrado por siete días seguidos; además, hizo levantar en el mercado su imagen, sosteniendo en su diestra la señal de la cruz, con esta inscripción: "Con esta señal de salud, el verdadero signo de fortaleza, he rescatado y liberado vuestra ciudad del yugo del tirano."
Terminaremos nuestro relato de la décima y última persecución general con la muerte de San Jorge, el santo titular y patrón de Inglaterra. San Jorge nació en Capadocia, de padres cristianos, y, dando prueba de su valor, fue ascendido en el ejército del emperador Diocleciano. Durante la persecución, San Jorge abandonó su comisión, fue valientemente al senado, y manifestó abiertamente su condición de cristiano, aprovechando la ocasión para protestar contra el paganismo, y para señalar el absurdo de dar culto a ídolos. Esta libertad provocó de tal manera al senado que dieron la orden de torturar a Jorge, y fue, por orden del emperador, arrastrado por las calles y decapitado al día siguiente.
La leyenda del dragón, asociada con este martirio, es usualmente ilustrada representando a San Jorge sentado sobre un caballo lanzado a la carga y traspasando al monstruo con su lanza. Este dragón ardiente simboliza al diablo, que fue vencido por la firme fe de San Jorge en Cristo, que permaneció inmutable a pesar del tormento y de la muerte.

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